domingo, 26 de agosto de 2007

Arte y Libertad de Expresion

CLARIN, 28 de Diciembre de 2004

TRIBUNA
La democracia no desconfía de la libertad

Anoche se levantó la clausura a la muestra de Ferrari, que aún no reabre al público. El debate en torno a los valores continúa.

Roberto Saba.

El debate en torno a la muestra de León Ferrari y su eventual cierre no es un tema menor. Permite reflexionar sobre uno de los de los mayores dilemas de una democracia liberal, poniéndola y poniéndonos a prueba.

La democracia liberal, en la que se funda nuestra Constitución, requiere de los ciudadanos el valor de enfrentar ciertos riesgos. Uno de ellos, quizá el más importante, lo constituye el de ser capaces de exponerse a expresiones que pueden no ser de nuestro agrado o, aún más, que pueden provocarnos el más absoluto de los rechazos.

La democracia también presupone tener confianza en la razón y la inteligencia de las personas para decidir libremente lo que es mejor para ellas individual y colectivamente. Es cierto que todos podemos "equivocarnos" al usar nuestra razón y nuestra libertad, pero esa posibilidad no justifica que se nos impida recurrir a ellas, como lo sostenía John Stuart Mill, el liberal por excelencia del siglo XIX, en su famosa defensa de la libertad de expresión en su clásico Sobre la libertad.

La libertad de expresión no es sólo un derecho individual de aquel que se expresa. También comprende el derecho de todos los demás a conocer esa expresión. En este sentido, Mill afirmaba que "si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase, como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal que sólo tuviera valor para su dueño, si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana, a la posteridad tanto como a la generación actual, a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella".

Si la expresión de censura fuera verdadera, sostenía este filósofo de actualidad permanente, al prohibirla nos privamos de ella. Si ella estuviera en un error, la verdad pierde la oportunidad de revigorizarse al ser contrastada con él. Lo único que justificaría la censura, entonces, sería el miedo a enfrentar la posibilidad de que estemos equivocados o la negación de que las personas pueden, por sí mismas, discriminar la verdad de aquello que no lo es. La censura necesita confiar en unos pocos que nos dirán al resto qué podemos y qué no podemos saber.

La libertad de expresión, además de ser un derecho individual del que se expresa, es también una precondición del sistema democrático. La protección de la expresión es el mecanismo por el cual nos aseguramos que ninguna idea quede fuera del debate público que precede a la decisión democrática del pueblo. La prohibición de una expresión empobrece el debate público, corre el riesgo de bloquear un potencial camino hacia la verdad y nos priva a todos de contar con mayor información para ejercer nuestra ciudadanía o desarrollarnos como persona autónomas.

Así lo entendió el Estado argentino cuando se obligó por medio de la Convención Americana sobre Derechos Humanos a respetar y hacer respetar el derecho a la libertad de expresión (artística, entre otras).

Owen Fiss, profesor de libertad de expresión de la Universidad de Yale, afirma que lo único que podría justificar imponer un límite a la libertad de expresión como precondición del debate democrático es que la expresión en cuestión provocara el "silenciamiento", por miedo, por ejemplo, de las expresiones de otros. La quema de una cruz por el Ku Klux Klan en un barrio de afroamericanos, o la manifestación de un grupo nazi son expresiones que muy probablemente no contarían con la protección del derecho por empobrecer eventualmente el debate público al provocar el silencio, quizá por miedo, de una minoría negra o judía. En un sentido similar se pronuncia la misma Convención Americana. Si, por el contrario, la expresión de una persona no tiene ninguna posibilidad de silenciar a una mayoría religiosa, nada parece justificar la prohibición de esa expresión.

Una vez que logramos establecer los alcances del derecho a expresarse, resta preguntarse si el Estado se encuentra facultado a invertir recursos públicos para posibilitar la expresión de algunos. Una vez más, no es posible resolver esta cuestión sin aclarar cuál es la razón por la que protegemos la expresión. Si la democracia, para poder arribar a mejores decisiones, requiere de un rico y robusto debate público, entonces es posible justificar que el Estado utilice sus recursos para permitir que voces menos oídas, minoritarias y diferentes a las de la mayoría alcancen a ser conocidas por la comunidad política.

El Estado utiliza una enorme cantidad de recursos para favorecer expresiones, incluso en ocasiones que quizá ni siquiera llamen nuestra atención: la asignación de becas de estudio o de investigación; la instalación de medios de comunicación; la distribución de subsidios a ONG o iglesias; o la puesta a disposición de las limitadas superficies de las paredes de sus museos y salas de exhibición. En este sentido, estaría constitucionalmente menos justificado asignar recursos (fondos o metros cuadrados) para que se expresen voces mayoritarias que para subsidiar expresiones menos conocidas.

Nuestra Constitución, los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que hemos suscripto y la propia jurisprudencia de nuestra Corte Suprema hacen de Argentina un país que debería enorgullecerse por el lugar predominante que le reconoce a la libertad de expresión como uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia.

Así lo ha reconocido en numerosas oportunidades la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA cuando se refiere al liderazgo de nuestro país en la región. No debemos temer al ejercicio de la libertad ni desconfiar de la posibilidad de que cada persona decida acerca de lo que es bueno para ella sin interferencias de terceros.

No al secreto

25.05.2007 | Clarin.com | Opinión

DEBATE
Contra la cultura del secreto

Roberto Saba

A mayor información, menores probabilidades de que tomemos una decisión equivocada en nuestras vidas. Gran parte de esta información se encuentra en manos del Gobierno, que la reúne, la produce, la organiza, la almacena y la archiva.

Esta información no se limita a algunos documentos compilados en archivos. La información pública (que es como llamamos a la información en manos del Gobierno) puede ser también la que se refiere a la calificación de las escuelas, a los antecedentes utilizados para componer un dato estadístico, al funcionamiento de un radar en el aeropuerto, a la condición de un establecimiento carcelario, al modo en que se está ejecutando un programa de salud o a los gastos de un funcionario en un viaje oficial.

Acceder a esta información, además de ser útil para desarrollar nuestras vidas, es un derecho constitucional reconocido, además, por la Convención Americana de Derechos Humanos por medio de su artículo 13.

En 2003, Argentina dio un paso sumamente importante para que los habitantes de este país podamos ejercer con mayor efectividad este derecho cuando el Gobierno nacional sancionó el decreto 1172/03, que establece el modo en que podemos pedir información al Poder Ejecutivo Nacional sobre cuestiones de su incumbencia. Lamentablemente, poco tiempo después, perdimos la oportunidad de aprobar una ley en el mismo sentido que hubiera reforzado aquel decreto y hubiera alcanzado a los otros dos poderes del Estado. 

Aún queda mucho por hacer. Desde el Estado, es preciso que la administración entera se ponga en sintonía con este derecho de la ciudadanía. Que los funcionarios y empleados públicos sean instruidos en esta obligación estatal de desmantelar una cultura del secreto que no le hace bien ni siquiera al propio Estado. Desde la sociedad civil, debemos asumir mayor conciencia de nuestro derecho y pedir información al Estado sobre todo lo que sea de nuestro interés.

Estos días, algunas organizaciones de la sociedad civil estamos invitando a celebrar en Argentina la semana del derecho a la información. Este tipo de evocaciones nos incitan a pensar y actuar de modo diferente en torno al tema que se ilumina con la celebración. Los derechos no se ejercen solos. Su respeto depende de que reclamemos por su vigencia.


http://www.clarin.com/diario/2007/05/25/opinion/o-03102.htm

Derecho a la Informacion

Clarin, 28 de Septiembre de 2004


TRIBUNA
Argentina, en mora con el derecho a la información

Son cada vez más países los que han incluido el acceso a la información pública como un derecho de todos los ciudadanos.

Roberto Saba. DIRECTOR DE LA ASOCIACION POR LOS DERECHOS CIVILES


Hoy se celebra internacionalmente el Día del Derecho a Saber. Los activistas de derechos humanos del mundo queremos aprovechar esta fecha para atraer la atención de la gente sobre el derecho a la información que todas las personas tienen en una sociedad democrática.

Adoptar un régimen democrático implica reconocer a la ciudadanía el derecho a autogobernarse por medio de sus representantes. Esta idea de autogobierno exige de cada uno de nosotros la responsabilidad de tomar decisiones públicas tales como a quién queremos votar para ocupar cargos electivos, qué políticas públicas decidimos apoyar o qué decisiones del Gobierno vamos a criticar y reclamar su cambio de dirección.

Una enorme cantidad de datos y documentos cruciales para nuestra vida pública y privada se encuentra en poder del Gobierno. Lamentablemente, muchas burocracias, y en particular las gubernamentales, tienen una tendencia al secreto y a no brindar información por diferentes motivos, entre ellos, el de evitar ser controlados y juzgados por la ciudadanía.

Habitualmente se relaciona el acceso a la información con un mecanismo de control de corrupción. Más información implica mayor transparencia y ello conduce a mayor control de la acción de gobierno por parte de la ciudadanía. Esto es verdad.

Sin embargo, el ejercicio del derecho a saber tiene un impacto mucho mayor en nuestras vidas públicas o privadas.

Por ejemplo, es por medio del derecho a la verdad, un derivado del derecho a saber que reconoció la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que podemos construir nuestra identidad personal y colectiva conociendo, por ejemplo, qué sucedió en los oscuros años de la última dictadura militar o con los atentados terroristas contra la Embajada israelí y la AMIA.

Es por medio del derecho a saber que podemos organizar nuestra vida privada, conociendo el modo en que el Estado implementa políticas de salud, de educación o de asistencia social.

No poder saber cómo votan nuestros legisladores debido a que no existen registros en la mayoría de los casos respecto de la sanción de una ley, torna casi imposible formarse un juicio sobre su desempeño al momento de elegirlos para el mismo u otro cargo.

No tener la posibilidad de acceder a un informe de impacto ambiental producido por o para el Gobierno impide que la ciudadanía controle el accionar de las autoridades públicas o de particulares respecto de la contaminación del medio ambiente (que a veces se relaciona con la generación de muertes o graves afectaciones a la salud).

No conocer la evaluación que el propio Estado hace de las escuelas no nos permite saber qué tipo de educación reciben o podrían recibir nuestros hijos.

No acceder a la información respecto de quiénes reciben cuánta publicidad oficial y por medio de qué procedimientos nos impide saber el grado de independencia de los medios de comunicación que leemos, vemos o escuchamos.

Desconocer con quiénes contrata el Estado no permite saber si nuestra empresa puede competir por esos contratos o si lo está haciendo del modo más eficaz o económico para el beneficio del interés público.

Muchos países del mundo y buen número de los de nuestro continente cuentan hoy con un poderoso instrumento que puede ser utilizado por la ciudadanía para ejercer su derecho a saber. Se trata de leyes que regulan el acceso a la información y que establecen que toda persona tiene el derecho de acceder a la información que posee el gobierno sin necesidad de expresar el motivo de la solicitud.

La negativa injustificada del Estado de brindar la información requerida implica la violación de un derecho y habilita a la persona a reclamar por su respeto ante los tribunales nacionales e internacionales.

Algunos ejemplos de la utilidad de esta legislación en otros países nos ayudan a apreciar su necesidad. En Japón, gracias a la ley de acceso a la información se supo que el gobierno había intentado manipular la delimitación geográfica de las áreas afectadas por envenenamiento con mercurio con el objeto de reducir las indemnizaciones a pagar.

En la India, esta legislación permitió saber que en el barrio Sunder Nagari de Nueva Delhi existen obras públicas sin terminar destinadas a construir cloacas empezadas en 1983. El partido opositor al gobierno sudafricano usó la ley de acceso a la información para abrir documentos que mostraron un controvertido contrato sobre petróleo hecho con Nigeria.

Una organización no gubernamental de Bulgaria utilizó su ley de acceso a la información para revelar que el ministro de Ciencias y Educación le alquiló a una agencia privada la planta baja del ministerio.

En enero de 2002, un grupo de agricultores orgánicos chilenos, ejerciendo su derecho a la información, ganó el primer caso judicial de la historia de ese país que obligó al gobierno a brindar datos respecto de la localización de cultivos transgénicos.

La Argentina no cuenta con esta ley. El 8 de mayo de 2003 la Cámara de Diputados aprobó un proyecto en este sentido que fue apoyado por un considerable número de organizaciones de la sociedad civil.

Desde entonces, este proyecto se encuentra a la espera de la decisión de la Cámara de Senadores con algún riesgo de que pierda estado parlamentario por no aprobarse a tiempo. Si se aprueba con modificaciones, habrá que esperar a que se pronuncie nuevamente la Cámara de Diputados.

Lamentablemente, tendremos poco que festejar este 28 de setiembre en este contexto, a menos que nuestros legisladores nos den pronto la buena noticia de que los argentinos, al igual que las personas que habitan tantas otras naciones democráticas del globo, también podremos contar con una herramienta fundamental para el ejercicio del derecho a saber: nuestra ley de acceso a la información.

Roberts, Alito and the Rule of Law

Tambien en la Suprema Corte de USA...

Faculty Blog, Chigago University, School of Law

June 28, 2007

For the Supreme Court of the United States, this will be remembered as the year of intellectual dishonesty. In their Senate confirmation hearings, John Roberts and Samuel Alito cast themselves as first-rate lawyers, as masters of legal craftsmanship who are committed to the principle of stare decisis.

John Roberts assured the Senate Judiciary Committee that judges must “be bound down by rules and precedents.” Invoking Alexander Hamilton and James Madison, he affirmed that “the founders appreciated the role of precedent in promoting evenhandedness, predictability, stability,” and “integrity in the judicial process.” Although acknowledging that it is sometimes necessary for judges to reconsider precedents, he stressed that this should be reserved for exceptional circumstances, where a decision has proved clearly “unworkable” over time. But in general, “a sound judicial philosophy should reflect recognition of the fact that the judge operates within a system of rules developed over the years by other judges equally striving to live up to the judicial oath.”

Similarly, Samuel Alito testified to the Senate that the doctrine of stare decisis is “a fundamental part of our legal system.” This principle, he explained, “limits the power of the judiciary” and “reflects the view that courts should respect the judgments and the wisdom that are embodied in prior judicial decisions.” Stare decisis, he added, it is “not an inexorable command,” but there must be a strong “presumption that courts are going to follow prior precedents.”

It is hardly surprising that Roberts and Alito would pay such obeisance to the doctrine of stare decisis in order to get themselves confirmed. Stare decisis is, after all, the bedrock principle of the rule of law. Not only does it promote stability and encourage judges to decide cases based on principle rather than on a preference for one or another of the parties before them, but it also serves importantly to reduce the politicization of the Court. It moderates ideological swings and preserves both the appearance and the reality that the Supreme Court is truly a legal rather than a political institution.

Disturbingly, John Roberts’s and Samuel Alito’s actions on the Court now speak much louder than their words to Congress. During the past year, Roberts and Alito have repeatedly abandoned the principle of stare decisis, and they have done so in a particularly insidious manner. In a series of very important decisions, they have cynically pretended to honor precedent while actually jettisoning those precedents one after another.

The tactic, in short, is to purport to respect a precedent while in fact interpreting it into oblivion. Every first-year law student understands the technique. It works like this: “Appellant argues that Smith v. Jones governs the case before us. But Smith v. Jones arose out of an accident that occurred on a Tuesday. The accident in this case occurred on a Thursday. We do not overrule Smith v. Jones, but we limit it to accidents that occurr on Tuesdays.” This illustration is, of course, a parody of the technique. But it captures the Roberts/Alito style of judicial craftsmanship.

Let me offer just a few examples. In Gonzales v. Carhart, the Court, in a five-to-four decision, upheld the constitutionality of a federal law prohibiting so-called “partial birth abortions,” even though the Court had held a virtually identical state law unconstitutional seven years earlier. As Justice Ruth Bader Ginsburg rightly observed in dissent, the majority, which included Justices Roberts, Alito, Scalia, Kennedy, and Thomas), offered no principled basis for ignoring the earlier decision. The only relevant change was Alito for O’Connor.

In Federal Election Commission v. Wisconsin Right to Life, the same five-justice majority held unconstitutional a provision of the Bipartisan Campaign Reform Act that limited political expenditures by corporations, even though the Court had upheld the same provision only four years earlier. As Justice David Souter rightly observed in dissent, Chief Justice Roberts’s opinion offered no principled basis for disregarding the earlier decision.

In Hein v. Freedom from Religion Foundation, the same five-justice majority, in an opinion by Justice Alito, held that individual taxpayers had no “standing” to challenge the constitutionality of the Bush administration’s program of faith-based initiatives as violative of the Establishment Clause, even though the Court had held some forty years ago that taxpayers do have standing to challenge federal expenditures on these grounds. As Justice Souter rightly observed in dissent, Alito’s argument that the earlier decision was distinguishable because it involved a challenge to a legislative rather than an executive program has no basis “in either logic or precedent.”

In Parents Involved in Community Schools v. Seattle School District, the same five-justice majority (with Justice Kennedy filing a separate concurring opinion), in an opinion by Chief Justice Roberts, held that the consideration of race by school districts in assigning students to public schools in order to promote racial diversity violates the Equal Protection Clause, even though the Court had unanimously declared more than thirty-five years ago that such a policy “is within the broad discretionary authority of school authorities.”

As Justice Breyer rightly asked in dissent, “What has happened to stare decisis?” Breyer correctly observed that Roberts had distorted the Court’s precedents, “written out of the law” a host of Supreme Court decisions, and disingenuously reversed the course of constitutional law. Whereas Brown v. Board of Education had held that government could not constitutionally assign black and white students to different schools in order to segregate them, Roberts had the audacity to cite Brown for the extraordinary proposition that government cannot constitutionally assign black and white students to the same school in order to integrate them.

John Roberts and Samuel Alito billed themselves as legal craftsmen who would be guided not by rank ideology, but by a respect for the rule of law. They have now proved otherwise.

Posted by geoffreystone at 06:26 PM in Constitutional Law | Permalink

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