miércoles, 8 de febrero de 2017

¿Y si lo que se está en juego en el caso de la Jueza Highton es algo aún más importante que su continuidad?

Por Roberto Saba

La solución de un problema empieza con plantearse mejor la pregunta que lo define. A veces, la mejor contribución a un debate que podemos hacer es invitar a repensar el modo en que está presentada la discusión y su objeto.

En el caso de la continuidad de la Dra. Highton como Jueza de la Corte Suprema de Justicia de la Nación más allá de su 75vo cumpleaños parece estar planteándose en los medios de comunicación como una cuestión de capricho de la magistrada, de cálculos estratégicos de una mayoría partidaria en el Senado que quiere designar un nuevo Juez – todo parece indicar que no sería una jueza – o de preferencias del gobierno, a cuyos funcionarios se les atribuye la afirmación de “que se sienten cómodos con la magistrada” – lo que no es claramente un buen argumento en ningún sentido.

Por un lado, la Jueza alega que el precedente del Caso Fayt invalidó la incorporación de la cláusula del límite etario de los 75 años por haber sido decidida por la Asamblea Constituyente sin tener atribuciones para hacerlo. Por otro lado, la prensa y el propio gobierno, dan por válida esa norma constitucional sin dar demasiadas razones, o incluso algún profesional de los medios ha dicho, quizá un poco apresuradamente, que la inconstitucionalidad de una norma constitucional es un oxímoron. Esta afirmación encierra toda una teoría constitucional de consecuencias un tanto riesgosas, aunque sabemos que las consecuencias negativas de la aplicación de una teoría no es una razón válida para darla por equivocada. Por su parte, las razones de la jueza tienen bastante fundamento, pero también encierran algunas consecuencias jurídicas y por ende políticas y prácticas que convendría tenerlas en cuenta para testear esa posición.

La Asamblea Constituyente prevista en nuestra Constitución es el órgano facultado por la Carta Magna para realizar reformas constitucionales. Este cuerpo no es soberano, es decir, no tiene, en principio, atribuciones ilimitadas. Sus facultades están definidas por los puntos establecidos en la ley de necesidad de la reforma que dicta el Congreso de la Nación cuando decide activar el proceso de cambio constitucional. El Congreso, entonces, acota el mandato de la Asamblea indicándole los temas a considerar – no necesariamente a reformar, pues esa es atribución exclusiva de la Asamblea – y el plazo en el que cual la Asamblea debe expedirse. Vencido el plazo, como la Cenicienta, sus facultades se desvanecen y sus miembros dejan de serlo. Respecto de sus facultades, el cuerpo constituyente no puede desatarse del mandato del Congreso. Si ello sucediera – que es lo que algunos asocian con el carácter soberano del cuerpo – cada llamado a una Asamblea Constituyente sería similar a abrir una caja de Pandora de resultados completamente inciertos, una especie de salto al vacío – puede salir bien, pero también puede salir muy mal. Es por ello que la tesis de que puede haber normas constitucionales inválidas no es un oxímoron, pues ello sucedería cuando la Asamblea se apartara de sus facultades incumpliéndose con el proceso establecido en la Constitución y con las interpretaciones que han hecho de ese texto los tribunales y la doctrina. Ese es el argumento del fallo Fayt y el de la Dra. Highton. Hasta acá parece que les asiste razón. Por otra parte, si esta tesis formalista se aplicara consistentemente, casi todos los procesos de reforma constitucional de nuestro país podrían considerarse inválidos, pues casi todos ellos tienen vicios más o menos serios o más o menos discutibles de procedimiento. Muchas otras normas introducidas en 1994 deberían sufrir las mismas consecuencias, algo que muy pocos podrían – me incluyo – aceptar.

En resumen, la tesis estrictamente formalista le da la razón a la magistrada y a la Corte en su sentencia del caso Fayt. Su postura es un antídoto a que futuras Asambleas Constituyentes se sientan desatadas del corsette impuesto por el Congreso en la ley que establece la necesidad de la reforma y avancen con sus mayorías coyunturales en la incorporación de reformas que nadie les pidió que hicieran y para las cuales no tendrían mandato. Por otra parte, si esa tesis fuera consistentemente aplicada a todas las reformas, nos llevaríamos varias sorpresas, pues deberíamos estar dispuestos a aceptar la invalidez de normas constitucionales que hoy el pueblo acepta como válidas a pesar de ese vicio de origen. Es por ello que detrás del caso Highton estamos discutiendo algo mucho más relevante para la vida de una democracia constitucional: el mecanismo por el cual podemos cambiar nuestro texto fundante.


Para el que le interese el tema de la “Génesis Constitucional”, ver aquí https://www.academia.edu/24470764/G%C3%A9nesis_Constitucional

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Jueces de la Corte: 222 + Robusta audiencia en el Senado

Por Roberto Saba

Las aguas se calmaron, pero parece ser que sólo momentáneamente. Existen dos riesgos sobre los que es preciso advertir:

Riesgo 1:
Que el Poder Ejecutivo insista en su iniciativa de avanzar con la instalación de dos jueces en la Corte Suprema por medio de un procedimiento sobre cuya constitucionalidad o justificación política dista de tener consenso. La Corte, luego de una reunión entre Lorenzetti y Macri, tendió un salvavidas que dio un respiro al Ejecutivo, pero el riesgo sigue latente, pues la comunicación de la Corte dejó abierta la posibilidad de tomarles juramento a los dos nominados (y, a la vez, designados, por extraño que eso suene) cuando los Tribunales vuelvan a funcionar después de la feria de enero. Sería un serio error del Poder Ejecutivo suponer que, vencido el período de participación ciudadana establecido por el Decreto 222, sería políticamente (y constitucionalmente) viable que Lorenzetti les tomara juramento a los nominados-designados por decreto. El proceso de designación que ha devuelto confianza a la ciudadanía en su Corte Suprema se inicia con la etapa participativa del Decreto 222, pero se cierra con un robusto debate en el Senado en el marco de una audiencia pública y televisada en la que los nominados respondan a las preguntas de los Senadores, que, en muchos casos, reproducen las que la sociedad civil les hagan llegar previamente a esos legisladores según lo indica el Reglamento del Senado desde su reforma en 2003 (artículo 123, inc. 7).

Riesgo 2:
Que el Senado apruebe los pliegos en una breve sesión ordinaria o extraordinaria que tan sólo refleje acuerdos hechos en la oscuridad fuera del recinto entre partidos políticos, como solía hacerse hasta 2003. El clímax de esa práctica fue la designación de 5 jueces en la Corte Suprema por el Presidente Menem luego de la ampliación del número de miembros del Tribunal de 5 a 9 y de la renuncia del Ministro Jorge Bacqué en desacuerdo con ese packing de la Corte. La sesión de aprobación de pliegos en el Senado de los nuevos jueces duró escasos 5 minutos, lo cual, sumado a la completa oscuridad en la etapa de nominación en cabeza del Ejecutivo, hizo que los argentinos nos encontráramos de un día para el otro con la sorpresa de una nueva Corte con mayoría automática a favor del Presidente que hizo estragos en la legitimidad del Tribunal.

Esa legitimidad se reconstruyó a partir del 2003 por dos decisiones fundamentales: 1) El decreto 222 del Poder Ejecutivo que abría una etapa de transparencia y participación antes de la nominación de candidatos al Senado y 2) la reforma del reglamento del Senado para la aprobación de esos pliegos. Esta segunda fase del proceso de designación en la Cámara Alta es crucial, pues consiste, primero, en una etapa en la cual las organizaciones de la sociedad civil, los académicos y otros actores de la comunidad pueden acercar a los Senadores preguntas que proponen les sean formuladas a los nominados en una audiencia ante la Comisión de Acuerdos del Senado. Luego, en esa audiencia, que fue televisada – y que sería conveniente que siga siéndolo – y que gue seguida con enorme curiosidad por la sociedad cuando se implementó por primera vez con la designación del Dr. Zaffaroni, los Senadores formularon más de 200 preguntas al nominado en una sesión prolongada en la que los argentinos – potenciales alcanzados por las decisiones del juez – pudieron conocer los detalles del pensamiento jurídico del candidato en lo que se refería, entre otros temas, a interpretación constitucional, aplicación de tratados internacionales de derechos humanos, importancia de la jurisprudencia de los tribunales internacionales en la decisión de la Corte, relevancia de los precedentes del máximo tribunal y su carácter o no de vinculantes, así como también cuestiones puntuales específicas tales como su lectura constitucional sobre el derecho a la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, el derecho a la vida, etc.


Sería realmente deseable, por el bien de la confianza de la ciudadanía en su Corte Suprema y, como consecuencia, en su Poder Judicial, que se reencauce la designación de los dos Ministros de la Corte de acuerdo a los mandatos de estas dos reformas clave. Menem causó un daño enorme a la legitimidad de la Corte recurriendo a los instrumentos constitucionales de la ley de ampliación de la Corte y de expeditivas y oscuras aprobaciones de los pliegos por el Senado. El daño podría ser equivalente si las designaciones se hicieran por un decreto de dudosa constitucionalidad como el decidido por el Poder Ejecutivo la semana pasada. Decreto 222 + Una robusta audiencia en el Senado fue la fórmula exitosa que nos colocó en la senda correcta desde 2003. ¿Si funciona, por qué no continuar con esta fórmula? Construir confianza en la Justicia es altamente complejo. Destruirla es desgraciadamente demasiado fácil.

Otra vez la Corte...

Por Roberto Saba
(También publicado en infobae.com bajo el título "La legalidad e idoneidad no es suficiente" el 16 de diciembre de 2015)

La credibilidad de una Corte Suprema de Justicia como la nuestra, con la responsabilidad de ejercer el control de constitucionalidad de las leyes y decretos en última instancia, y la confianza que la gente tenga en ella, dependen fundamentalmente del modo en que se designen sus integrantes. También depende de los casos que ese tribunal decida, de sus argumentos para justificar sus sentencias y de la inteligencia con la que los jueces diseñen sus mandatos a los poderes del Estado en sus resoluciones.

El Presidente Menem había hecho trizas esa credibilidad y confianza popular en nuestro máximo tribunal. El Presidente Kirchner y el Senado, respectivamente, inspirados a partir de una serie de propuestas esbozadas en un documento titulado “Una Corte para la Democracia”, implementaron mecanismos en el proceso de designación de jueces – no sólo de la Corte – que devolvieron con una velocidad realmente increíble, la confianza perdida. El famoso decreto 222 y la reforma en el reglamento del Senado imprimieron a la nominación de candidatos a la Corte Suprema por parte del Ejecutivo y a la aprobación de los pliegos en el Senado un nivel transparencia y participación nunca antes vistos en la Argentina – aunque sí en el sistema de los Estados Unidos que nuestro constituyente tomó como modelo y que nuestros políticos prefirieron olvidar.

El tiempo que el decreto 222 provee a la ciudadanía para criticar o apoyar a los nominados antes de que el Presidente envíe el pliego al Senado, no sólo abre una instancia de participación y control ciudadano en el proceso de designación de jueces de la Corte, sino que tiene el efecto buscado de que el Presidente evalúe con máximo cuidado su decisión sobre a quién nomina, pues su candidato o candidata deberá pasar el riguroso escrutinio de la ciudadanía y de la comunidad jurídica experta. Este plazo de virtual consulta pública permitiría a la gente sopesar las credenciales profesionales, morales y democráticas de los nominados, así como el equilibrio de género que el decreto del ejecutivo le impone al Presidente como un objetivo a lograr en la composición del Tribunal. Las cuatro nominaciones que hizo Néstor Kirchner para completar la integración de la Corte Suprema al comienzo de su mandato dan cuenta del impacto positivo de ese procedimiento. Los cuatro nuevos jueces y juezas no eran apoyados por todos por igual, pues hubo quienes los criticaron con dureza y quienes rescataron sus muchas virtudes, pero ninguno de ellos podía compararse ni por lejos con las nefastas designaciones que había hecho Menem en la oscuridad en procesos tan veloces que no permitieron ni siquiera la crítica oportuna. El proceso fue la principal causa de ese positivo cambio.

Las características del procedimiento de designación introducidas en el decreto 222 y las reformas en el reglamento del Senado son aún hoy rescatadas por kirchneristas y opositores a los gobiernos de los últimos 12 años como la única medida unánimemente considerada como acertada por los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Ese procedimiento, y muchas sabias decisiones de la propia Corte, la tornaron un Tribunal creíble y políticamente poderoso. Los argentinos habíamos logrado reconstruir la confianza y credibilidad de nuestro máximo tribunal a tal punto que esta Corte tuvo las espaldas suficientes para poner límites al mismo gobierno que la había conformado. Reconstruir esta legitimidad en tan breve tiempo fue un logro casi milagroso. Suele tomar décadas construir la confianza popular en un Tribunal y sólo segundos destruirla.

La designación por decreto de dos jueces del máximo tribunal de la Nación no contribuye en nada a esa construcción de legitimidad de la Corte. Tampoco merecen estos dos excelentes candidatos llegar a la Corte por medio de este bizarro e inusual procedimiento de dudosa constitucionalidad. Algunos sostienen que el procedimiento es “arriesgado pero legal”, pero la legalidad no es todo cuando se trata de contribuir a la confianza en nuestro Poder Judicial. También era “legal” el modo en que Menem y su Senado designaron a los jueces de la mayoría automática en la Corte de la década del 90. Nominaciones de personas sin prestigio ni trayectoria, sin ninguna reputación que perder, aprobaciones en tiempo record y sin ningún escrutinio público en el Senado, hicieron caer al Tribunal en los más bajo de su legitimidad. Incluso cuando una cierta interpretación del artículo 99, inciso 19 de la Constitución Nacional hiciera pensar que el procedimiento escogido por el Presidente de la Nación es “legal”, ello no convierte la decisión en acertada. El Presidente y el Senado tienen la alta responsabilidad de cuidar la legitimidad de la Corte y no sólo de actuar “legalmente”. Actuar dentro de la legalidad es un presupuesto indispensable, pero no es suficiente. No es una mera casualidad que ningún Presidente de la Nación elegido por el pueblo desde 1853, ni siquiera el Presidente Alfonsín con su abrumadora legitimidad democrática, recurriera a la designación de jueces en comisión, incluso cuando en el caso de Alfonsín su posición se parecía mucho más a la de Mitre en 1862 designando a la primera Corte Suprema que a la del actual Presidente.

Es urgente revisar esta decisión. Por el bien de la Corte, por el bien de los nominados y por la salud de nuestra siempre endeble institucionalidad democrática.

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