Obama, en los infiernos
Por Mario Vargas Llosa
Para LA NACION
Cuando la senadora Hillary Clinton comprendió que era poco menos que imposible para ella ganar la designación como candidata a la presidencia por el Partido Demócrata, pues su rival, el senador Barack Obama, le llevaba una ventaja en votos, delegados y estados que no alcanzaría a igualar, recurrió, como suelen hacer los políticos, a las armas prohibidas. En este caso, el tema racial. Y dijo ante la prensa que lo que las elecciones primarias venían demostrando era que a ella la preferían los electores de la "América blanca".
Aunque le llovieron las críticas por resucitar un asunto tan ominoso y explosivo en un país como los Estados Unidos -el propio The New York Times , que ha respaldado su candidatura, la censuró en un editorial-, el vedado recurso dio, por lo menos en apariencia, buenos resultados: el 13 de mayo, en las primarias de Virginia Occidental, el estado más "blanco" del país, Hillary obtuvo una arrolladora victoria con más de cien mil votos sobre su contendor.
Se trató de un triunfo llamativo pero insignificante en términos prácticos, porque, debido a su escasa población, Virginia Occidental tiene muy pocos delegados, y Obama sigue conquistando superdelegados entre los independientes. Incluso, algunos que habían prometido su apoyo a la senadora se lo han retirado para dárselo a él. Y en estos últimos días, John Edwards, que fue precandidato presidencial en estas primarias y que había sido afanosamente solicitado por los dos contendientes, se decidió también por Obama. Su apoyo es importante, pues Edwards tiene influencia en el medio obrero y sindical, donde la senadora Clinton es muy popular.
Pero aunque, como señalan los an alistas -ocurra lo que ocurra en las tres elecciones primarias de cinco pequeños estados que aún faltan a los demócratas-, el senador Obama parece tener asegurada la candidatura, la fea operación de contornos racistas lanzada por Hillary Clinton puede tener siniestras consecuencias en la futura campaña presidencial entre Obama y McCain, convirtiéndola en un enfrentamiento entre la América "blanca" y la América "negra".
No tiene que ocurrir, pero hay indicios alarmantes. Todas las encuestas hechas desde que la senadora se proclamó la favorita de los "blancos" indican que un número creciente de estadounidenses declara ahora que el tema racial o étnico ha pasado a ser importante para ellos en sus preferencias electorales. Lo que significa un serio revés para Barack Obama, que había hecho de la solidaridad entre las diferentes razas, tradiciones, creencias, convicciones y costumbres uno de los puntales de su prédica desde el inicio de su campaña.
Hillary Clinton no es una racista, desde luego. Es un animal político, frío, tenaz, inteligente y sin escrúpulos. Con la misma glacial serenidad y destreza con que supo salir airosa de los escándalos y las humillaciones a que la sometió su marido en los comienzos de su gobierno, ha continuado su campaña, sin perder la sonrisa y el ánimo, mientras era derrotada una y otra vez por un adversario que, según todas las encuestas, es preferido por los jóvenes, los profesionales, los empresarios, los universitarios y, en resumen, por los sectores más modernos, cultos y liberales de la sociedad norteamericana, dejándole a ella los más incultos, primitivos y provincianos.
Antes de la operación racial, su campaña había lanzado otra de guerra sucia, de índole machista, que no prosperó. Consistía en presentar a la senadora como el verdadero "macho", el auténtico líder viril en la contienda, alguien a quien su propio jefe de campaña bautizó en Illinois "el candidato testicular". Obama, en cambio, sería el débil, e l blando, el indeciso, el -horror de horrores- intelectual, alguien a quien sería riesgoso y suicida confiar la primera magistratura en caso de un conflicto bélico.
Los avisos pagados de Hillary presentaban a la senadora en una actitud marcial y beligerante, con la siguiente interrogación: "¿A quién preferiría usted como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos?". Y al lado de la senadora languidecía un esmirriado y subsumido Obama, con una cara de vacilante y asustado.
Pero esta tentativa denigratoria no tuvo mayor efecto. Entonces, la senadora, en uno de esos gestos audaces que la caracterizan, decidió que, como ya no era realista pensar en su nominación, sí era posible, en cambio, contribuir a la futura derrota de su rival en las elecciones presidenciales de noviembre frente al republicano McCain.
No se trata de una venganza personal, nacida de la frustración, sino de un sencillo cálculo matemático de un político de alto vuelo. Si Hil lary Clinton aspira a ser la candidata de los demócratas a la presidencia en el año 2012, es preciso que en estos comicios el ganador sea un republicano y no un demócrata. Pues si es Obama el próximo presidente, la senadora vería cerradas las puertas de su candidatura a la Casa Blanca hasta el año 2016, ya muy tarde para ella.
Nada de esto se puede exhibir a la luz pública, pero sí enviando indirectos mensajes a la subconciencia y los prejuicios instintivos del electorado. Según los sondeos últimos, un 50% de los partidarios demócratas de Hillary Clinton en Virginia Occidental afirmaron que no votarán por Obama para presidente: si es el candidato, se abstendrán de votar o lo harán por McCain.
Al mismo tiempo que la senadora envenenaba la campaña de racismo, el candidato republicano iniciaba su propia guerra sucia, utilizando otro ingrediente explosivo para desacreditar a su casi seguro rival en las elecciones de noviembre. En una conferencia de prensa decía que, entre él y Obama, el verdadero amigo de Israel era el senador McCain. ¿No lo demostraba el hecho de que el líder de la organización terrorista Hamas hubiera dicho que simpatizaba con la candidatura de Barack Obama?
De este modo, una especie que había circulado, sin mayor eficacia, hace algunos meses, resucitaba y volvía a ocupar los primeros planos del debate electoral: Obama, un musulmán emboscado (pues su padre lo fue), un amigo de los palestinos y, por lo tanto, potencialmente, un presidente que daría la espalda a Israel, el mejor aliado de los Estados Unidos, y tendería la mano a los terroristas palestinos.
La acusación de McCain es de largo alcance y si prende puede ser decisiva en la campaña. Los judíos son una pequeña minoría en número en la sociedad norteamericana, pero el lobby judío, las organizaciones que apoyan a Israel y hacen campaña favorable a los políticos que consideran proisraelíes y hostigan a los que no, ejerce una poderosa influencia económic a y publicitaria en toda campaña electoral. Y aunque no siempre ganan sus candidatos, es seguro que siempre pierden los que consideran sus enemigos.
Desde que McCain hizo aquella declaración, el senador Obama se ha multiplicado en desmentidos ante diversas asociaciones judías y proisraelíes, recordando una vez más sus tomas de posición, tanto en la cámara estatal de Illinois como luego en el Senado, a favor de Israel y condenando en términos inequívocos el terrorismo de Hamas. Y también repitiendo que, aunque su padre fuera musulmán, su madre lo educó como cristiano, al igual que ocurrió con su esposa, Michelle. Por otra parte, muchos judíos norteamericanos se han manifestado respaldando sus afirmaciones y desmintiendo las insinuaciones de McCain.
Todo esto es una indicación de que la campaña presidencial será esta vez más virulenta que otras veces. ¿Conseguirá Obama enfrentar exitosamente las guerras sucias lanzadas contra él? Yo creo que sí, aunque sin duda le va a costar trabajo y no puede permitirse cometer un solo error.
Mi optimismo no se basa tanto en las encuestas como en la actitud que hasta ahora mantiene entre las llamaradas de mugre y de insidia que han encendido a su alrededor. No ha respondido con las mismas armas ni ha descendido al vituperio. Continúa, imperturbable, con su discurso reformista, de ideas, con invocaciones a la unión, rechazando toda forma de sectarismo e intolerancia y con propuestas concretas y realistas a favor de los débiles, los marginados, y una fe contagiosa en las instituciones democráticas.
Es verdad que a menudo habla más como un intelectual que como un político profesional, pero eso, por fortuna, en vez de desprestigiarlo, le ha ganado la simpatía y el entusiasmo de millones de sus compatriotas. Su discurso sigue atrayendo sobre todo a los jóvenes, de todas las razas, que acuden por millares a trabajar como voluntarios en todo el país, fortaleciendo una maquinaria que ha probado tener una eficacia contundente.
Esperemos que las campañas de guerra sucia no prevalezcan y, por una vez, el idealismo y los principios derroten a las maniobras de los políticos.
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